introducción y primer capítulo

INTRODUCCTIO

Apenas consigo ver mas que la tenue luz que me regala el candil, mas me basta para
escribir estas primeras líneas en el pergamino que me trajo ayer Baeticus. Es curioso
como se puede querer tanto a un esclavo.
Esta sucia cloaca donde me han metido es un lugar pestilente donde esperan los
desdichados, que como yo, y según las autoridades, hemos cometido alguna atrocidad.
Menos mal que poseo la ciudadanía romana desde nacimiento, ya que de no ser así me
hubieran tirado directamente al vertedero de la ciudad.
Después de todo, no estoy tan mal. Llevo aquí poco mas de mes y medio, tengo techo y
pared, que aunque tiene manchas de humedad que hace que el respirar todo esto no sea
la cosa mas saludable, lo cierto y verdad es que no me tratan mal. Tengo mi camastro, y
ración diaria de rancho, comida que casi siempre doy a mis compañeras las ratas por su
mal sabor.
Para hacer mis necesidades tengo un agujero excavado en el suelo enladrillado, del que
emana un olor como a podrido que alimenta a las cucarachas y otros insectos que
también conviven conmigo.
La humedad en toda esta sala es similar a cuanto estuve por Britannia. Mi ropaje, ya
llenos de suciedad, están todo el día mojado por ello.
El muñón del brazo ya apenas me duele. Perder una mano es una desgracia, menos mal
que fue la izquierda. Veo como cicatriza perfectamente día a día. Lastima que creo no la
veré sanada del todo.
Hasta la semana pasada compartía la habitación de esta villa otro ciudadano romano que,
como yo, era considerado un criminal. Jamás me dijo nada sobre su condena. Al decir
verdad no me dijo gran cosa salvo que era de Tarso y que su nombre era Paulos. Se
pasaba las horas del día mirando el azul del cielo tras los barrotes. No comía, no hablaba.
Tan solo se limitaba a beber pequeños sorbos de agua.
Recuerdo como le trajeron material de escritura y como se sentaba en el frio suelo a
escribir algunas notas que luego se llevaba la persona que iba y venía a verlo.
Esa constancia al escribir fue la que me motivó, sin duda alguna, a empezar a escribir,
pero no se aún si lograré acabarlo.
Como iba diciendo, a este de Tarso, la otra mañana, que llovía a cántaro se lo llevaron
afuera con la excusa de que le iban a dar de comer. El no opuso resistencia. Todavía
tengo en mi memoria como sus expresivos ojos marrones se quedaron mirando a los
míos tras desviar su mirada del cielo.
Tras ese portazo a modo de adiós sigo aquí solo. Quiero pensar que igual lo han
trasladado, debido a su estado de salud precaria. La delgadez que tenía era grande. Por
su túnica se podía contar las costillas. Sus muñecas eran mas finas que el mango de un
pugio. Su poblada barba gris lucía desaliñada con manchas amarillas. Por debajo de esa
pelambrera se le marcaban los pómulos. Por sus pies descalzos, y llenos de heridas,
tenía dos pesadas esposas que lo tenían encadenado a la pared de roca. Quien fuera ese
infeliz, debía de ser alguien muy peligroso para aquellos que lo habían metido aquí.

A quienes le lleguen este manuscrito, debo antes presentarme. Tantas vueltas por el
mundo ha hecho que la educación, estricta de mi padre pero exquisita, se haya
desvanecido casi por completo.
Me llamo Rufus Gallius y esta es mi historia.


CAPITULUM I

Mi madre lloraba en la despedida. Mi abuela, de la cual no poseo ningún recuerdo, se
quedó a su cuidado. Su estado no era para menos. Estaba de poco mas de tres meses de
embarazo, cuando ya empezaba a notarse entre el ropaje que yo andaba dentro.
Mi padre tenía la prohibición de casarse debido a su vida militar, pero vivía bajo el mismo
techo, cuando no estaba de campaña.
Vivíamos en una humilde casa a las afueras de Itálica*. Mi abuelo me contó como su
padre había defendido la autoridad de Julio Cesar antes las tropas de Pompeyo en una
batalla justo al lado de nuestra casa. Gracias a Dios que resultó ganador Julio, con lo que
mi ciudad pasó a ser oficialmente Municipium Civium Romanorum*, o lo que es lo mismo,
que todos los habitantes éramos ya romanos de pleno derecho. Según mi padre, Itálica
fue la primera ciudad romana fuera de los límites de Roma.
La orden del emperador Tiberio era clara. Tenia que ir, junto a su guarnición, a Judea a
ayudar a las tropas locales, a sofocar una posible revuelta cívica. Esos de Judea siempre
han estado dando dolor de cabeza a Roma. En vez de sentirse agradecidos a que un
Imperio se haya fijado en esa región remota para ser parte de ella, estaban mas
convencidos en hacer la guerra, sobre todo esos zelotes*, que ya habían matado a algún
legionario romano que otro. La respuesta de Roma no era menos si lo cogían. Primero
eran torturados sin piedad, intentando conseguir escondites o nombres. En caso de poder
sacar en claro algo, la tortura se incrementaba. Primero les amputaban los testículos para
dárselos a los cerdos como comida. Luego, cuando el dolor del preso era insufrible, le
cortaban las extremidades. Si conseguían vivir a eso, eran lanzados al mar para alimento
de peces.
Mi padre me contó como una vez sacaron a uno de esos zelotes del agua, vivo aún, sin
manos ni pies. El centurión al mando tuvo algo de piedad y con un rápido movimiento de
gladius* le cortaron el cuello. Dejaron allí el cadáver en la orilla.
Mi padre era un legionario mas, pero con una misión distinta al del resto. El era
armicustos* y sobre el recaía la responsabilidad de administrar y suministrar armas a la
centuria.
Lo cierto y verdad es que con el denario que ganaba a diario, del cual era quitado parte de
su dieta así como equipo o clavos de las caligae*. Aun así, un denario era una pequeña
fortuna para un hombre. Por esa época tan solo podían ganar un par de ases cualquiera
que no se dedicase al oficio de la guerra.
Con mi padre marchaban cuatro centurias, cada una de unos ochenta legionarios
aproximadamente, andando sin parar y haciendo noche en los castrum* que cada día era
levantado. El estaba encuadrado en la centuria liderada por Tito Claudio. Ese centurión no
habría llegado allí de no ser por su influyente familia.
Las legiones se podían pasar semanas enteras andando sin parar hasta llegar a su
destino, y así fue esa vez en la que mi padre, con ampollas en los pies llegó hasta Judea,
gobernado con mano de hierro por el prefecto Poncio Pilato.
Una vez en su destino temporal, le dio tiempo de descansar y de visitar los burdeles de la
zona para entretenerse.
La vida en el campamento era idílica. Nada que ver con otras campañas en las que había
participado mi padre.
Tengo que confesar, que a diferencia de mi, a mi padre la vida militar solo le daba
sustento. El no sentía el sentimiento romano, entre otras cosas, porque nadie de su centuria, pasando primero por Tito Claudio, le veían como romano. Decían de el que era
un usurpador de la ciudadanía. Al principio mi padre se enfrentaba a ellos, dando lugar a
castigos ejemplares por parte de Tito hacía una espada ya marcada de tantos látigos. Así
que ya, todas las habladurías acerca de su procedencia le traían sin cuidado.
El se levantaba cada mañana antes del alba. Se ponía su uniforme y coraza y se iba al
armero a contabilizar las armas, sobre todo las de largo alcance, ya que cada legionario
era el custodio de su equipo.
Cuando llamaban a filas, el ya llevaba dos horas despierto. Formaba y luego se iba de
nuevo a la armería. Por la tarde se daba una vuelta por esa castigada región, siempre
armado, por si algún zelote osaba en importunarle.
Notaba las miradas penetrantes de fariseos o saduceos*, así como sonrisas de miembros
del sanedrín*. Sonrisa falsa sin duda, cosa que el sabía.
En uno de sus paseos, le llamó la atención ver una multitud sentada alrededor de un
hombre, con mirada serena, que hablaba en la lengua de ellos, que mi padre no entendía,
pero que luego pudo saber, con ayuda de un ciudadano que hablaba latín, que hablaba
del perdón.
Le llamó la atención que para esos que supuestamente fueron invadidos, aunque seguían
teniendo a su rey, uno siguiera hablando de perdón. No le dio mayor importancia. Un
profeta mas de la calle de tantos que había.
El nombre de mi padre era Manius Gallius, pero todo el mundo lo conocían como “El
Impostor”. A el eso le daba completamente igual. Solo quería acabar su carrera militar, de
la que aún le faltaba quince largos años*, para retirarse a Itálica y comprar allí una villa
donde vivir hasta el fín de sus días.
Sus inicios en el gran ejército romano no fueron los soñados por un muchacho que
abandonaba las tareas propias del campo para enrolarse por todo el mundo conocido bajo
la sombra del águila de nuestro Imperio. Muchos, como el, se habían alistado, con el
sueño de prosperar en la vida, además del sustento fijo que le daba la vida militar. Pero
no todos acababan de eméritos* ya que perecían mucho antes de que la aerarium
militare* le diera la renta por la jubilación de tantos años al servicio de Roma.
Desde hace menos de un año, su oficio como soldado armero, le daba al menos la
tranquilidad de que no iría en la primera linea de la legión. El, desde la retaguardia, iba
supervisando armas de largo alcance desde los pilum* usados hábilmente por manos
expertas. Y es que esas jabalinas podían viajar muchos metros hasta impactar contra el
cuerpo del enemigo.
En los laterales de la formación se ponían los sagitarii* con sus arcos, que también eran
supervisados en parte por mi padre, sobre todo cuando lanzaban flechas incendiarias.
Una vez, me contó mi padre, una de esas flechas se le clavó por accidente en el muslo
derecho. La rápida intervención de los compañeros impidió que fuera a mayores. Hasta el
día que abandonó este mundo tenía, a modo de recuerdo, una linda cicatriz.
Por último tenían en la retaguardia los famosos onagros*, que podían arrojar pesados
bloques de piedra a mas de 30 metros. Algún día, decía a menudo mi padre, Roma
tendría mejores equipamientos.
Para la época que estoy intentando describir, mi padre, tendría unos veinte años estimo.
Ya se había forjado en la campaña en los limes junto a Germánico*, que pudo recuperar
las águilas perdidas arrebatadas al infame Publio Quintilio Varo en la triste derrota de
nuestro ejército en el bosque de Teutoburgo, donde las tropas romanas que se rindieron
fueron torturadas sin piedad por el enemigo. Como consecuencia de esa derrota, Roma,
no era la misma.

Mi padre sirvió en la campaña que Germánico salió victorioso y pudo traer a Roma los
símbolos robados. Mi progenitor siempre pensó que sucedería a Tiberio después de eso.
Ese sueño de poder le duró poco, ya que al poco fue asesinado por Cneo Calpurnio Pisón
en Siria. Nunca sabremos si Tiberio estuvo detrás de todo.
Ahora se encontraba en un acuartelamiento tranquilo, sin mucho sobresaltos. De vez en
cuando algún zelote intentaba sin éxito tocar las narices, pero poco mas.
Mi padre no era un hombre violento en absoluto. De hecho le espantaba las barbaridades
que los legionarios hacía contra la población local. Mientras sus compañeros violaban
incansablemente a las mujeres de Judea, el saciaba su apetito sexual pagando en alguno
de los burdeles de la zona.
Y fue precisamente, saliendo de uno de esos locales, en el que se encontró una tarde,
con ese galileo que habría visto amontonando a personas a su alrededor hablando de
amar a los enemigos.
Le seguían bastante gente, entre hombres y mujeres. Parecía como si tuviera una especie
de escolta a cada paso, ya que unos diez, o quizás alguno mas, de esos chavales que lo
acompañaban, le abrían paso como si del mismo emperador se tratase.
Mi padre prosiguió su camino sin darle la mayor importancia.
Todo cambió una noche, cuando por orden de Poncio Pilato, todo el destacamento fue
levantado. Al parecer, los miembros del sanedrín tenían preso a un hombre que habían
prendido en un huerto, algo normal sin duda, de no ser por una multitud que había ido
hacia el mismo pretorio a pedir que Roma intercedieran por el. Algo le decía al prefecto
que una revuelta estaba cerca.
Mi padre, junto con diez mas, fueron elegidos por Tito Claudio para, junto al centurión,
comprobar que estaba ocurriendo.
Armados como si fueran a combatir, con sus armaduras, cascos y armamento, salieron
raudos del pretorio sin pararse. Cuando llegaron a las puertas, la guardia judía les
confirmaron que era cierto, que habían apresado a un delincuente y que tras unos azotes
le irían a dejar en libertad.
Tito Claudio dio orden entonces de retroceder. Mi padre pudo escuchar unos gritos de una
multitud, como si estuvieran agrediendo a alguien, de dentro del edificio. Aun así,
obedeció sin rechistar al bastardo de su superior.
Esa noche, en el cuartel, fue muy tranquila. Tanto que mi padre pudo dormir del tirón
hasta que, al alba, y como cada mañana, se despertó y se puso a limpiar el armamento.
Antes de entrar en la armería, se encontró con un compañero que estaba acabando la
guardia. Según le comentó, en la noche vinieron algunas mujeres a intentar hablar con el
prefecto.
La mañana transcurrió sin ninguna novedad. La tarde ya empezaría mas animada.
Estando el destacamento comiendo, fueron sonadas las trompetas. Todos se levantaron y
se fueron a coger su armamento. El toque de trompeta solo podía significar una cosa,
algo gordo iba a pasar.
Al poco, todos estaban en el enorme patio, otros tanto se pusieron arriba. A mi padre le
tocó, junto a casi veinte legionarios mas, ponerse casi al lado del prefecto. Casi podía oler
su perfume.

Estuvieron estáticos por mas de media hora hasta que se abrieron las puertas y entraron
como leones los miembros del sanedrín, acompañados por la guardia, que tenían
maniatada a una persona, les seguían una multitud enorme, mujeres en su mayoría. Los
legionarios y tropas auxiliares de abajo tuvieron que frenar a la comitiva con algún que
otro golpe.
El que parecía tener la voz cantante, avanzó hasta donde le dejaron. Con una reverencia
exagerada empezó alabando el poder y gloria de Roma, así como la figura de Poncio
Pilato. El prefecto sonreía. Sabía que esas adulaciones eras porque querían algo a
cambio, pero por todos era sabido que el prefecto tenía ciertos aires de grandeza.
Pilato dijo algo al oído a un centurión que tenía al lado, y, abriéndose paso por la multitud,
trajo consigo a quien tenían cautivo. No había duda. Mi padre pudo reconocer a ese
galileo que días atrás había visto. Pero su aspecto no lucía como aquella vez. Ahora tenía
un ojo hinchado, la nariz probablemente rota de algún que otro golpe. La ropa, hecha
jirones, con manchas por todos lados. El condenado se quedó mirando a mi padre por
unos instantes con ojos de ternura. Esa mirada le conmovió. Pero si estaba allí era porque
algo habría hecho pensó. No era el primer criminal al que habría mirado a los ojos.
El prefecto abandonó la presidencia y se metió en una sala, detrás, el centurión llevaba al
galileo, acompañado de dos legionarios mas.
Mi padre no supo jamás decirme el tiempo de esa reunión a puerta cerrada ni lo que allí
dentro se habló. Pero si pudo afirmar que cuando salieron, Poncio Pilato se lo entregó de
nuevo a sus captores, no sin antes decir que no había visto ningún delito en el, y que las
cosas de los judíos, tales como quebrantar el shabbath*, era cosa del rey Herodes.
Los miembros del sanedrín alzaron la voz, no querían llevarlo a un rey que se pasaba el
día entre alcohol y prostitutas.
El prefecto, desoyendo esas voces, se metió de nuevo en el pretorio, dejando que la tropa
apostada abajo echase a los judíos afuera.
Mi padre no perdía de vista al galileo que era llevado a trompicones, mientras le daban
golpes en la cabeza o espalda con varas de robles.
Cuando cerraron la puerta mi padre volvió a su trabajo, pero algo le decía que no sería
esta la ultima vez que vería con vida a ese hombre.
El resto de la tarde transcurrió con normalidad, salvo por la captura de un grupo de esos
zelotes que habían intentado atacar un pelotón de reconocimiento. Mi padre, desde su
conturbernium*, que compartía con mas compañeros de arma, pudo escuchar toda la
noche los gritos de dolor de esos pobres judíos, a los que estaban aplicando la mas cruel
de las torturas. Aun así, cerró los ojos mientras intentaba evadirse de toda esa violencia.
La mirada de ese cautivo que trajeron por la tarde le acompañó, en el recuerdo, hasta que
pudo conciliar el sueño.
Las trompetas sonaban de nuevo en el acuartelamiento, incluso mucho antes que mi
padre estuviera despierto. Al poco ya estaban ya formados de nuevo en la misma
formación del día anterior.
Las puertas se abrieron nuevamente y, otra vez, los miembros del sanedrín,
acompañados esta vez por mas personas, traían de nuevo al preso.
Poncio Pilato no salía. Seguía en su habitación junto a su esposa Claudia. Al rato, el
prefecto, hizo acto de presencia. Su rostro parecía como cansado. No le gustaba que otra
vez, esos judíos, estuvieran de nuevo allí importunándole con sus cosas.

Uno de los sacerdotes hebreos tomó la palabra. Mi padre poco recuerda, tan solo me dijo
que quería ver morir, bajo pena de muerte a ese que traían. El prefecto se negaba una y
otra vez, aunque parece que al final accedió al nombrar, el sacerdote, al mismísimo
emperador.
La condición de Poncio Pilato fue el darle un castigo y dejarlo en libertad después de
forma inmediata.
Un grupo de cinco legionarios se llevaron al galileo hacía detrás del pretorio, mientras la
multitud esperaba en la plaza. Mi padre debía permanecer en su sitio el tiempo que
durase el castigo. Al decir verdad, el no quería ver lo que le estaban haciendo a ese
hombre. Ya había visto algún que otro flagellum* para saber que era un método cruel,
donde la víctima, de espalda y apoyado en una columna, era azotado sin piedad con una
varas de madera primeramente, y cuando la carne estaba ya macerada, darle unos trece
o catorce azotes con un látigo que terminaba en unas cintas de cuero sobre la que se
anudaba en el extremo unos huesos de animal o bolas de plomo que desgarraban el
tejido, pasando por el músculo y tendones hasta acabar en el hueso. Algún que otro preso
había dejado la vida en esa columna que solo se utilizaba para ajusticiar a ladrones
demás calaña que no tenían delito de sangre.
Mi padre reparó en una mujer, acompañada de otra mas joven y de un chico, que no
tendría mas de quince años, llorando y siendo consolada por otra tercera mujer.
El prefecto hacía ya rato que había abandonado la presidencia para meterse nuevamente
en sus aposentos.
Duraría cuarenta minutos la tortura cuando la tropa auxiliar que había colaborado en el
castigo, y riéndose mientras se limpiaban restos de sangre de la cara pasaron por su lado
en dirección al interior.
Tuvo que pasar otro tiempo similar para que Poncio Pilato volviera a aparecer de nuevo.
Los judíos esperaban ansiosos alguna respuesta.
No transcurrió mucho cuando dos legionarios trajeron de nuevo al preso. Su estado era
lamentable. Tenía sangre por todo su cuerpo que goteaba al suelo. Las marcas del flagelo
se le notaba en todo el torso y piernas. Le habían puesto, a modo de corona, una especie
de casco de unas espinas de árbol que hacía que su rostro estuviera impregnado de
líquido orgánico, su ropa ya no la tenía, en su lugar, y tapando su desnudez, le ataviaron
con una sucia cortina que parecía de color rojo, aunque mi padre sospechó que era
sangre, puesto ese color era muy difícil, y caro, de conseguir. Sobre su mano izquierda, le
habían puesto una caña de madera.
El prefecto le susurró al centurión al mando que su idea no era matarle, cosa que por
poco hacían. El militar sólo pudo callar mientras escuchaba la reprimenda del prefecto.
Según mi padre, el prefecto, dijo que ese hombre ya era libre de Roma, que podían hacer
cuanto quisieran con el. Fue la primera vez que mi padre escuchó su nombre, Jeshua Ben
Joseph que en lengua hebrea viene a decir Jesús, hijo de José. Los miembros del
sanedrín pidieron entonces que ese criminal fuese llevado a la cruz, una condena mas
propia de enemigos de Roma que de ellos.
Pilato se opuso. La ley romana no contemplaba esa pena para alguien que poco o nada
había hecho contra el Imperio. Pero la multitud seguía gritando que fuera crucificado.
Poncio Pilato era un hombre astuto. Se había dado cuenta que la multitud estaba dividida,
por un lado había una minoría que buscaba que fuera condenado a muerte, pero había otra, en su mayoría mujeres, que querían lo contrario, querían llevarse al preso en
libertad.
Al parecer, y aquí mi padre descubrió el motivo por el que se le acusaba, el galileo se
autoproclamaba rey de los judíos e hijo de Dios, una blasfemia para el pueblo hebreo.
Pilato usó, por vez primera, la lengua de ellos, para formular una pregunta a los
congregados. ¿Liberar a Bar Abba, hijo del Padre, o crucificarlo?. El prefecto buscaba que
la mayoría dijera lo contrario, pero solo consiguió, que miembros armados de los judíos,
callaran a modo de golpes a los que pedían la libertad del preso. La consigna sobre su
crucifixión era ahora los gritos que se escuchaban con fuerzas.
Pilatos estaba entre la espalda y la pared. Entre el emperador, y los judíos, había una
serie de tratados comerciales que no quería romper. Por otro lado, el sanedrín podía ir al
emperador a decirle que el prefecto, bajo amenazas, le había hecho costear, a base de
impuestos elevados, la construcción de un acueducto para sus fines lúdicos. Poncio Pilato
sabía de sobra, que entre le élite ecuestre, era un don nadie al que había enviado a una
región en el culo del mundo a gobernarla.
Mirando a un esclavo que tenia a su derecha le hizo traerle una palangana de agua, con
la que se lavó las manos afirmando que la sangre de ese condenado no era culpa suya,
accediendo a que la demanda de muerte sea efectuada a la mayor brevedad posible.
Luego, metiéndose de nuevo en sus aposentos cerró tras de sí la puerta. Mi padre pudo
ver como la multitud sonreía. Pero no dejó de mirar a esa mujer que observó antes. Sus
ojos en lágrimas miraba a los de mi padre, pero el poco o nada podía hacer.
A la orden de Tito Claudio abandonó su puesto y se metió dentro nuevamente.
Mi padre quería librarse ya de esa imagen atroz, así que se fue a su armería a intentar
desconectar en el trabajo.
Allí estaba cuando otro legionario le dijo que Tito Claudio le requería. Tenía que ser uno
de los que acompañase al preso al monte calvariae locus, mas conocido por los judíos
como Monte Gûlgatâ. Esa colina era el lugar donde ajusticiaban a los condenados a la
cruz fuera de las murallas.
Estando ya apostado y esperando a los condenados, eran tres, contando al galileo, los
que irían a ese monte. Los tres salieron, el que tenía un aspecto peor era ese hombre al
que habían torturado. A todos ellos le pusieron sobre sus brazos abiertos un travesaño de
madera, que podría pesar unos cuarenta kilos. Al pobre infeliz de la paliza le tuvieron que
ayudar a colocársela. Su estado no permitía mucho mas.
La comitiva pronto salió en marcha, delante Tito Claudio marcaba el paso a caballo.
Delante de los condenados diez legionarios abrían paso, detrás de estos, otros diez, entre
los que se encontraba mi padre.
Detrás de todo esto, los miembros del sanedrín seguía la comitiva alegres y comentando
entre risas los acontecimientos vividos.
Los romanos querían aligerar la marcha. Contra antes crucificaran a esos tres, antes
estarían de nuevo en los burdeles. Para mi padre todo aquello no le era agradable. Tenía
constancia, por compañeros, que algunos ajusticiados podían permanecer vivos en la
cruz hasta una semana, sin alimentos, agua y con los dolores terribles de tener
perforados manos y pies. En tal caso, al crucificado le podían quebrar las piernas,
evitando así la toma de oxígeno y falleciendo al momento.
Dos legionarios daban golpes y patadas al galileo que ralentizaba el cortejo. Varias veces
dio con sus huesos en el suelo y en todas ellas mi padre le ayudaba a incorporarse.
Ningún otro romano le ayudaba salvo el. Al final, mi padre, tras preguntarle a Tito Claudio,
cogió entre la multitud a uno que observaba la fría estampa para que ayudase al galileo
hasta su final destino.
Al llegar al la cima del monte, varias cruces con personas muertas en ella aguardaban a
los que le iban a acompañar hacía el mas allá. Tres postes enormes descansaban en el
suelo, y sobre ellos tumbaron a los fatigados reos con su travesaño.
Esta fue la primera vez que mi padre escuchó un quejido de dolor de ese hombre que
hasta el momento mantenía un prudente silencio.
Tumbado en el suelo, le quitaron las correas, con los que los presos podían sentir
nuevamente la sangre fluir a sus manos. Esa sensación fue rápida, porque al momento
unos clavos atravesaron sus muñecas, haciendo que el condenado gritase ahora de dolor.
Amarrando el travesaño que ya mantenía clavado al preso, le perforaron ambos píes, por
el talón y a los lados del poste.
Lo que siguió fue rápido, dos caballos, y miembros del ejército, levantaron la ya formada
cruz hasta un montículo en el que descansó.
Al galileo lo pusieron en medio de los otros dos que maldecían ahora a los romanos. El
hombre callaba mientras miraba a la mujer que ya había llegado. Mi padre pudo escuchar
como el condenado se refería a ella con el término de imá, que luego pudo saber que
significaba mamá.
La muerte parecía no llegar nunca. Llevaban ya algunas horas allí parados. Los
condenados de los lados gritaban improperios y hablaban entre sí en su lengua. El del
medio solo callaba y miraba a su madre que seguía mirándolo con los ojos enrojecidos de
tanto llorar. No cabía mas lágrimas en su cuerpo. A su lado, el muchacho que no la había
dejado ni un segundo sola, lloraba mientras abrazaba a la mujer.
Un soldado dio de beber algo al del medio al pedírselo. Después de todo eran personas
pensó mi padre. Una mueca de asco de dibujó en el crucificado que le dijo unas palabras
en su lengua a los suyos.
Los miembros del sanedrín parecía divertirle todo eso. Su petición había sido aprobada
por el invasor. Un tanto mas para ellos pensó mi padre cuando unas nubes negras se
posaron sobre el cielo que antes había estado azul.
Antes de caer la primera gota empezó a moverse el suelo que pisaban. Un temblor que
duró segundos para seguirle un segundo con mas intensidad.
La lluvia caía ahora con fuerzas. Tito Claudio ordenó que se le fueran quebradas las
piernas a los tres para acelerar la muerte. No querían estar allí por mas tiempo.
Dos legionarios hicieron realidad la orden de su superior con los dos de los extremos. Sus
gritos fueron escuchados, casi con total certeza, por toda la comarca. A mi padre le tocó el
del medio. Cuando iba a darle el mazazo vio como ese hombre estaba ya muerto. El
centurión, le pasó una lanza y le ordenó que se perforase el pecho para comprobar que
efectivamente estaba muerto.
Aunque mi padre rehuía de todo lo violento, era un soldado que había matado ya a unas
cuantas personas. No le costó trabajo perforar el cuerpo de ese infeliz.
Mi padre quedó marcado desde ese día, porque el afirma que de su pecho salió una
mezcla de sangre y agua que jamás había visto. Todo ese material orgánico le empapó
por completo lo que hizo arrodillarse de la sorpresa.
Su madre gritaba de dolor. Parecía que esa lanza le hubiera atravesado a ella en vez de a
su hijo.

Los soldados fueron abandonando poco a poco el monte, mi padre fue de los últimos que
lo hizo. Tardó un buen rato en ponerse de pie de nuevo.
El chico que acompañaba a la madre del preso lloraba ahora tirado en el suelo.
Mi padre fue camino al cuartel nuevamente mientras escuchaba los lamentos de los
familiares de esos condenados que acababan de perder la vida entre tanto sufrimiento.
El resto de la historia jamás me la contó mi padre. Tan solo me dijo que había escuchado
como el cuerpo de ese hombre había sido robado de la tumba, posiblemente por
familiares. El prefecto hizo azotar a los soldados que custodiaban la tumba porque según
su sentencia, ellos se quedaron dormidos.
Al cabo de los años, mi padre, volvió de nuevo a Itálica, aunque según mi madre no volvió
a ser el mismo. Yo por esa época ya había nacido y tenía cuatro años.

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